viernes, septiembre 29, 2006

Amargord. Madrid

Celebración del primer aniversario del Club Literario
El arte siempre ha necesitado mecenas pero cuando se convierte en mercenario pierde una de sus principales funciones: la revulsiva. Por eso, a mi modo de ver, para que pueda conservar su independencia debería permanecer libre de empresarios pero, claro, los artistas tienen que comer y, por tanto, cobrar por el fruto de su trabajo. Entonces ¿quién es el propietario de la obra? ¿El empresario que lo paga, el espectador que lo recibe o el artista que la produce? Estoy seguro que esta pregunta encontrará tantas respuestas como lectores. El que esto escribe opina que sin receptor, el mensaje no tiene sentido que, todos los esfuerzos se realizan para transmitir algo a alguien y que por tanto ese espectador merece todos los respetos y todos los honores. A pesar del que paga y, muchas veces, incluso a pesar del que crea. Sé que esta idea tendrá muchos detractores incluso entre mis compañeros de filas e invito a todo el que no opine lo mismo a que rebata esta teoría en los comentarios de abajo.
¿Y a cuento de qué vienen estas disquisiciones sobre el arte? Te preguntarás. Pues vienen a cuento de que debates similares surgen cada vez que inesperadamente se plantea la cancelación de un concierto por motivos unas veces desconocidos, otras injustificados y otras tantas absurdos. Y eso fue lo que sucedió la mañana previa a la celebración del concierto aniversario de Amargord.
Si no me equivoco, desde que se creó el Club Literario Amargord, hace ahora un año, hemos tocado allí al menos cuatro veces. Todas ellas requeridos por la fantástica programadora cultural de la sala. En todas las ocasiones el trato y la atención resultaron inmejorables por eso, aunque no se pueda decir lo mismo de los ingresos, siempre regresamos gustosos cada vez que nos requerían. Ninguno de esos días conocimos al propietario del local, pues nunca acudió a ninguna de nuestras actuaciones en su sala. Para la celebración del primer cumpleaños pensamos algo especial y por eso se negociaron unas condiciones diferentes a las habituales, algo más ventajosas para los músicos que lo que venía siendo habitual.
Apenas unas horas antes de la hora prevista para el comienzo del concierto recibimos una llamada de alguien desconocido hasta entonces que dice llamar en nombre de la sala Amargord diciendo que el concierto debe cancelarse porque las condiciones negociadas "con esa señorita" son inadmisibles.
Durante unos minutos que parecieron horas los teléfonos hirvieron. El debate que inicia esta crónica y otros similares se sucedían entre los componentes del grupo. A los puntos gana la opción de continuar adelante, no porque nos convenzan las condiciones sino por no defraudar a quienes esperaban encontrarnos allí esta noche. A pesar de la decisión, los ánimos no están precisamente por las nubes.
Montamos, probamos sonido y nos vamos a cenar. Cambiamos el clásico "melos" por "Viva Chapata", nuevo clásico Lemon en Lavapiés.
Al regresar, Amargord más lleno que nunca. Comenzamos la actuación pero algo no va bien. Parece como si el mal rollo de antes se hubiese trasladado al equipo de sonido. No nos oímos, tocamos de memoria, sin escucharnos. Resolvemos los temas pero no los bordamos. Seguimos teniendo problemas de sonido y una parte del público percibe que algo no va bien y empieza a contarse la vida.
Luchamos con los amplificadores, con la atención de los asistentes y con nuestra propia inspiración y, cuando empezamos a ganar la batalla, tenemos que cortar para que el propietario del club de la bienvenida a los asistentes y presente un libro recién editado por ellos.
Al regreso ya nada sería lo mismo: acoples, un monitor estropeado, más distracciones, más murmullo de fondo... Total, que terminamos como pudimos y el caso es que, los que escuchaban con atención, estaban disfrutando, tanto que dos de nuestros fans se pusieron a bailar en el centro de la pista y todos les hicieron corro como en las películas. Pero nosotros sabemos de lo que somos capaces y sabemos que este no estaba resultando un concierto Lemon como nos hubiese gustado. Por eso rematamos como pudimos y finalizamos aún con la dignidad suficiente como para recibir alguna felicitación.
Pero la noche no había terminado. Cuando ya charlábamos, despreocupados, con los asistentes, alguien me dice que me reclaman en el escenario. Sorprendido me acerco y encuentro y un chaval africano terminando de afinar un djembé y pidiéndome que me siente a la batería para tocar algo de percusión. Sorprendido, ocupo mi puesto y espero que marque el ritmo. Le sigo y empieza una fiesta frenética a la que no tarda en unirse Alberto, nuestro flautista con ángel. Cuanto más sube el ritmo más se llena la sala. La gente que pasa por la calle y ve la fiesta entra sin dudar al local para ver semejante sarao. El nivel de espectación sólo es comparable al de improvisación. Si durante el concierto preparado, ensayado y trabajado durante semanas hubiésemos conseguido la mitad de atención que mientras esta descarga, podría haberse considerado de rotundo éxito y este análisis, a pesar de la euforia, nos enfada un poco a los componentes del grupo pues demuestra que, a veces, el público, el destinatario de nuestros esfuerzos, ese por el que, como decía al principio, casi todo se justifica, se conforma casi con poco.

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